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jueves, 6 de mayo de 2010

Hipocampos, Mentiras e Invasiones Planetarias



Rodolfo de nuevo empieza a hablarme de los hipocampos azules.

Otra vez ha vuelto a casi convencerme de la invasión planetaria de los caballitos de mar. 

Luego Matilda, como cada noche, mortificándome y reprochándome la suciedad de la colada. No quiero decirle que no existe. Empeorar la situación sería catastrófico para la novela que sigo escribiendo con ahinco. Sólo el olor a sándalo me advierte de tu presencia. Logro levantarme y allí estás tú, jugando a existir y a vivir donde no debe haber nada ni nadie. Me regañas con asombrosa parsimonia y con una sutileza propia de arpías degolladas. Transparencias en tu camisón repleto de estampados de hipocampos azules. Pechos firmes y redondos esculpidos por el mismo Fibonacci. Piernas largas, delgadas y ardientes como torres gemelas. Brazos de látigos que destrozan las espaldas más blancas. Sexo de hormigas devorando el corazón de Rodolfo.

Me miras, te miro, te río, me hueles, te duelo, me fumas, me bebes, te pienso, me lloras, me engulles, te sueño, me abres, te adentro, me gimes, te sudo, te daño, te doblo, me partes, me piensas, me corres, te atrapo, me quitas.

Hoy tras volver a regañarme por la colada y tras no hacerme caso de tu imposibilidad empírica de existencia, advierto que has abierto la puerta de la calle. Huelo a viento de sal y a sándalo amargo. La solución química resulta inquietante e hipnotizadora. Sin noticias del camino elegido, me veo en la calle tras la puerta de mi casa. El olor tal vez haya adormecido el sentido de la vista. Tras ella, me enfrío y me empapo en sudor de lágrimas. Llamo con la aldaba. Matilda no puede dejarme en la calle con este frío. Vuelvo a golpear con la aldaba que a estas horas de la noche parece de papel.
-Matilda. Matilda, aunque no existas, por favor ábreme. Prometo reinventarte, requerirte y reconquistarte.
Olor a sándalo es la respuesta.
A lo lejos, Rodolfo de nuevo aparece por la calle, de negro, cabizbajo y babeando por el dolor que siente con las malditas hormigas que habitan en sus pulmones. Acerca sus labios a mi oído y me susurra:
-Llámala y dile que te bese. Llámala mi Isla Misteriosa y dile que te bese.
Vuelvo la cara y me enfrento con su mirada, con infinidad de milimétricas venas oculares que impiden ver lo más maravilloso de sus ojos. No hay lágrimas ni dolor en sus pupilas. Sus ojos, como diamantes, se convierten en súplicas que él inyecta en mi carne. Me insiste en llamarla y en pedirle el beso que nunca ella le ofreció.
Jadeante, la invoco y le suplico el beso de la traición.
.........La nada me responde...............
Matilda.
Bajo la puerta, oliendo a pescado putrefacto, aparecen bañados en sangre, decenas de hipocampos azules sentenciado el final de un imperio. Un imperio construido en la misma orilla del universo, donde Rodolfo me explicó al inicio de esta mentira, su paranoica invasión planetaria.

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Ecos en La Isla