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martes, 5 de abril de 2011

DESAYUNO POSTCOITAL


No era su casa, ni su familia, ni su perro.

Rodolfo había cruzado la puerta del dormitorio y se encontró en un hogar distinto al suyo. Todo era diferente. No reconocía nada ni a nadie.

Miró hacia atrás y su habitación seguía siendo la misma de siempre. La suya.

Aquellas personas mostraban una actitud pasiva ante la nueva y surrealista situación en la que se encontraba inmerso Rodolfo.

Una señora octogenaria de largos cabellos blancos desayunaba galletas mojadas en leche.
El hombre de chaqueta y camisa blanca impoluta, leía de pie el periódico mientras tomaba café.

El niño, de apenas dos años, jugaba con dos pinzas de tender la ropa. Fue el único que llegó a mirarlo y a sonreirle.
El perro ni se inmutó. Siguió tumbado en su vieja alfombra negra y movió el rabo languidamente al percibir su olor.

Rodolfo recordó entonces, aquel día lejano del hospital en el que su madre le regaló el último aliento de su vida.


Matilda salió de la habitación. Su mano izquierda acarició la cintura de Rodolfo. Su mano derecha le agacho la cabeza para darle un beso en la nuca. Sus labios se acercaron al oído, le mordió suavemente el lóbulo de la oreja y le susurró dulcemente: No salgas de la habitación sin despedirte de mi. ¿Te preparo el desayuno?

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